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Mina y Barco (Parte 1)

“Cuando no distingas entre el cielo y el mar… ya lo sabes, ahí está el paraíso…”

Le decía Mina a Barco con la voz más amena que podía lograr, como si le hablase a un duende de piel suave, cada vez que el filósofo de ciudad se indignaba con temas políticos.

Fue a los 16 años aproximadamente que Barco cayó en cuenta que la política no era amor. Y esa noche, escandalosa y terrible, lo desencantó ese mundo perfecto que creía habitar.

No habiendo mundos perfectos, Mina y Barco tenían una galaxia única, habiendo sido advertidos que la industria cultural se los iba a devorar, decidieron actuar como todos, pero sabiendo que los cliché los perseguían.

Entonces, en su mundo de dos dormitorios y un patiecito de ensueño, marcaban sus propias tendencias.

Tres macetas, pero las más amadas del universo, eran las que adornaban el ventanal verde agua que daba al huerto. Entre zanahorias pequeñas y pimiento verde, estaban las raíces de unas cebollas coloradas con ganas de jugar en un guiso invernal.

Preferentemente cuando hacía frío, e infaltable, cuando llovía Barco se dedicaba mucho a cocinar y escribir. Sus orgullos en esos aspectos básicamente eran dos:

Los ensayos que escribía en base a investigaciones tomadas de libros que nadie, pero realmente nadie, conoce. Sus escritos partían de preguntas absurdas que terminaban en una explicación científicamente lógica. Por ejemplo: porque se le dice velador a la lámpara de luz? Y allí Barco iniciaba una investigación desde el origen de la vela, hasta el estilo de vida de los Ayoreos del Paraguay.

Su segundo orgullo, el mejor pastel de papas de esta galaxia. Sólo olerlo era una invitación a pecar. Podría fundir cualquier clínica de nutrición si acercara uno de sus pasteles.

Barco era un ser tan perturbado como adorable. Por eso, después de algunos meses de conocerse, decidieron con Mina irse a vivir al sur de Argentina, Villa Traful. Neuquén.

Temían ambos terminar en una riña callejera a causa de las bocinas sin sentido que tan mal hacían a la aclamada clama de Mina en la Capital de Argentina.

“La taimada” le decía Barco a Mina, cuando en su cólera calmo, se enfundaba en voz de los derechos de la abuelita de la casa de al lado. Sus vecinos, una pareja de ancianos que tenían una muy sutil forma de relacionarse. La abuelita era feliz planchando, tomando cerveza y comiendo algunos dulces cuando la jubilación y su marido lo permitían.

Mina se indignaba con el hecho de que una mujer no pudiera decir lo que sentía. Y eso sucedía a la abuelita a menudo. Luego de una centena de años con su amado, había entendido que el tiempo todo lo había dicho, y todo lo que ella no dijo, el tiempo lo dió por supuesto, pero no lo tomó en cuenta.

Una noche Mina hacía compañía a su vecina ya que su compañero no estaba.

Cenaban pastas, cuando la viejita tomó la copa de vino de caja que estaba bebiendo, se levantó, y la tiró por la bacha de la cocina. Y expresó con tezón:

  • Me dijo una voz que no tome más vino. No se quien es, pero así lo haré.

Y así, terminó con unos de sus cuatro placeres. Perdón, cinco, el quinto era ver Mc giver mientras jugaba al chinchon con su nieta. Esa niña la amaba como a nada se ama en este mundo. Un verano se rehusó a volver a su casa con su padre recién operado de pancreatitis, porque no quería alejarse de su abuelita. Hasta le compraron un conejo, pero no había soborno válido en esta vida para truncar esa decisión. Fido, el conejo, murió a los dos meses en las garras del gato de patio trasero de su hogar.

Barco detestaba los gatos, los miraba fijo a los ojos, y fingiendo no temer, los investigaba con la mirada y el pensamiento.

Por su parte Mina, adoraba los perros.

Y así entre placeres distintos, pero parecidos fundían cada día en una aventura.


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